Baronesa Groupie
Pannonica. Ilustración de ©Montse Canadell para On the 50 Road
No solo el cuerpo de Thelonious Monk era grande como el de un oso, sino que su alma debía de ser también enorme para concebir una música que estremece por su delicadeza y por unas disonancias que se superponen en ondulaciones sonoras y perduran en los espacios de silencio. Que su alma debía de ser grande y bella lo sospechó Pannonica Rothschild cuando escuchó uno de sus temas tortuosos y desconcertantes. Fue pocos años antes de que se trenzaran sus vidas como el muro y la hiedra. Una liason extraña, porque él había crecido en las esquinas nocturnas del West Side de Manhattan y se había aclimatado a los callejones tenebrosos. Era un negro pobre. Ella, sin embargo, se crió en el gran mundo de los happy few. Era una Rothschild.
Todo había empezado con una canción. Cuando Kathleen Annie Pannonica Rothschild escuchó ‘Round Midnight fue un acontecimiento, no podía creer el efecto que le produjeron aquellas lentitudes contemplativas, tan aparentemente sencillas, tan rotundamente chocantes. Nunca había oído nada remotamente parecido. Fue una metanoia, porque cuando el disco se detuvo en el último surco, ella era otra. Volvió a colocar la aguja en el principio, y otra vez y otra. Y otras más. Escuchó el disco veinte veces seguidas y o perdió el avión de vuelta a México o no quiso cogerlo a pesar de que allí la esperaba su familia.
Pannonica era baronesa y dio que hablar. En realidad, no es raro que las baronesas den que hablar, acuérdate de Karen Blixen, de Emmuska Orczy, de la baronesa Dudevant -aka George Sand- o de Tita Thyssen, sin ir más lejos. Pero tal vez ninguna baronesa diera tanto que hablar. La hija pequeña del barón Charles de Rothschild, banquero por tradición y entomólogo por capricho, llevaba el nombre de una mariposa excéntrica por el capricho de su padre excéntrico, que se suicidó cuando Pannonica tenía diez años. Le dejó una fortuna y una colección de discos. Gracias a aquellas pizarras venerables, descubrió el jazz cuando esa música era desconocida en Inglaterra. Por entonces su verdadera pasión era el dibujo y se fue a estudiarlo a Múnich en los años de la fobia antisemita. Así descubrió la ciénaga de la barbarie y la fragilidad de la libertad. De vuelta a Inglaterra admiró la ingravidez de las mariposas, aprendió a pilotar y conoció en el aeródromo francés de Touquet a Jules de Koenigswarter. Tras la llamada, de 18 de junio de 1940, ambos se unieron el general De Gaulle en Londres antes de dirigirse al África Ecuatorial.
A la izquierda, Pannonica de niña. El castillo de Waddesdon Manor (Buckinghamshire, Inglaterra) es una de las residencias de la familia Rothschild en las que se crió (foto: Bill Tyne).
Vivieron en un castillo en el noroeste de Francia y tuvieron cinco hijos. Ella lucía vestidos de alta costura, pilotaba aviones y deportivos y montaba a caballo en un Gotha poblado por magnates, aristócratas y playboys. Aquella burbuja se rompió por la guerra y la pareja atendió la llamada del general De Gaulle a los franceses libres. Se unieron a la Resistencia en Londres y los destinaron al África Ecuatorial. Pannonica de Koenigswarter fue espía, locutora en Radio Brazzaville y chófer militar. Le quedó tiempo para dejarse fascinar por África.
Aquella guerra la ganaron los buenos y Jules se hizo diplomático en México; pero ella era demasiado insumisa para soportar su papel de mujer de embajador. En un viaje a Nueva York un amigo le hizo escuchar ‘Round Midnight. Ya adelanté que no volvió a México. Si aquella música era tan hermosa, los músicos que la hacían debían de ser almas bellas. Tenía 39 años y otra vida por delante.
Se instaló en el Stanhope de la Quinta Avenida y practicaba tiro disparando contra las bombillas, una costumbre de los años de guerra que le reprochó el gerente: “No importa si da a nuestro personal pero deje en paz las lámparas”. Meses después ya era una groupie de los jazzmen. Los diminutos clubes de la calle 52 tenían la misma clientela noche tras noche. La baronesa se sentaba con Jack Kerouac, William Burroughs, Allen Ginsberg, Jackson Pollock o Willem de Kooning, para escuchar a Charlie Parker, Dizzy Gillespie, John Coltrane, Coleman Hawkins o Miles Davis. Al volante de su Rolls-Royce blanco, cada noche hacía la ruta de los clubs: el Five Spot, el Village Vanguard, el Birdland, el Minton’s Playhouse y el Small’s de Harlem. Sus amigos músicos la llamaban Nica y se beneficiaban de su entusiasmo hondo y de su chequera larga. Cuando la troupe pasaba por Broadway, los blancos se preguntaban qué hacía una señora blanca con unos negros en un Rolls.
Izquierda: Thelonious Monk, Howard McGhee, Roy Eldridge, and Teddy Hill en Minton’s Playhouse, Nueva York, 1947. Foto: William P.Gottlieb. En el centro, Chet Baker a la entrada del club Birland (NYC), 1960. A la derecha, Allen Ginsberg, Jack Kerouac y Gregory Corso en el Village neoyorquino a finales de los 40.
Aunque llevaba tres años en Nueva York, todavía no había encontrado al artista prodigioso que había compuesto ‘Round Midnight. Condenado por posesión de heroína, Thelonious Monk había perdido el derecho a tocar en los clubes de Manhattan. Ocasionalmente lo contrataban en Brooklyn, aparte de eso sólo tocaba en el piano vertical de su cocina para su mujer, Nellie, y sus dos hijos, Toot y Barbara. De noche escuchaba a sus colegas en la radio, salvo cuando, impecablemente vestido con sus trajes bien cortados y sus corbatas a juego, se tumbaba en la cama en silencio con su mirada bovina fija en una foto de Billie Holiday clavada en el techo.
Como Nica no había podido encontrarlo, volvió a Inglaterra. Quienes la conocieron entonces la recuerdan en el Stork Club de Londres esperando que la última estrella se desvaneciera en el cielo. No me cuesta imaginarla abriendo el bolso, hundiendo la mano en él, encendiendo un cigarrillo, temblorosa, y aspirando profundamente. Luego tal vez cerrara los ojos. Cuando oyó que Monk estaba tocando en París, voló a encontrarlo.
Aquella noche, el pianista salió al escenario ciego de marihuana y coñac e hizo gruñir el piano con su estilo discordante. Inimitable. Dijeron que era un bufón; pero Nica quedó fascinada como una beata ante un santo. Le pareció “el hombre más bello del mundo. Un hombre muy grande, con un alma mucho más grande todavía”. Lo siguió a Nueva York.
No eran buenos tiempos para las relaciones mixtas y el nombre de la baronesa provocaba el escándalo en las portadas de los periódicos amarillos y la mirada recelosa de los recepcionistas del Stanhope, que la veían escoltada por negros extravagantes que a todas horas montaban interminables jam sessions. En ese hotel lujoso, y con Nica por única compañía, murió Charlie Parker. Se le paró el corazón en medio de un ataque de risa mientras veía la tele. Después, el gerente le dijo a Nica que se fuera. Ese mismo año de 1955 Thelonious Monk y la baronesa fueron detenidos en un restaurante de carretera en Delaware. Al registrar el coche, la policía encontró marihuana y Nica se puso a gritar para que no dañaran las manos del pianista. A Nica la acusaron de posesión de narcóticos, a Thelonious le retiraron durante dos años su tarjeta de cabaret, imprescindible para actuar en Nueva York. El hombre siempre estuvo a punto de lograr el éxito, pero siempre acababa destruido por el fracaso.
La pareja se instaló en el nº 63 de Kingswood Road, en Weehawken (Nueva Jersey). Era una villa atalayada en una colina con espectaculares vistas al río Hudson y construida diez años antes por el cineasta Joseph von Sternberg. Tenía tres habitaciones, una encima de otra. Cuando los hijos de Nica llegaron para quedarse, tuvieron que convertir el garaje en dormitorio y el nuevo coche, un Bentley, estacionaba en la calle. Aquella casa se convirtió en santuario para gatos, que estaban en cada armario, en el sótano, en el garaje y en el tejado. Una vez los contaron, eran más de trescientos. El único lugar que tenían prohibido era el Bentley y Nica tuvo que levantar una valla para que los mininos no rayaran la chapa. Thelonious bautizó el nuevo hogar como “Catville”. No le gustaban los gatos, pero los consentía porque la amaba a ella. La primera vez que interpretó Pannonica, en el Five Spot Café, confesó al público: “Esta canción está dedicada a una mujer maravillosa con nombre de mariposa”.
La casa fue también un refugio para músicos sin techo a los que Nica retrataba con una Polaroid. Cientos de imágenes muestran a aquella peña en su intimidad cotidiana: unos duermen, otros comen, juegan al ping-pong o acarician gatos. La anfitriona sometía a sus inquilinos al juego de los tres deseos. Esa lista de ensoñaciones está publicada, junto a las fotografías, en el libro Les musiciens de jazz et leurs trois vœux y dice mucho sobre el supremacismo que envilecía el sueño americano. Miles Davis sueña con ser blanco, Dizzy Gillespie imagina “un mundo en el que no se necesite pasaporte”. Julian Cannonball Adderley reclama “que la discriminación racial sea barrida de la faz de la Tierra”. En todas las respuestas subyace el anhelo de reconocimiento. También se ve la profunda estima de los músicos hacia su protectora; Art Blakey, por ejemplo, expresa el deseo de divorciarse para poder casarse con ella.
Thelonious Monk hablaba suavemente y en susurros, como si estuviera contando secretos, se abismaba cada vez más en su propio mundo de delirio y melancolía y no se le podía dejar solo. Cuando murió su madre, andaba liado en un tiroteo en un callejón y se perdió el funeral. Un día ardió su apartamento familiar y las llamas devoraron el piano y sus partituras. Eso acabó por devastarlo con una amargura corrosiva. Murió en el 82.
Seis años después, Pannonica de Koenigswarter siguió sus pasos en una operación a corazón abierto. Dispersaron sus cenizas en las aguas del Hudson alrededor de la medianoche. ‘Round midnight. El pianista y su baronesa groupie vivieron siempre esperando que el mundo fuera algo que no es.
Gonzalo Ugidos es escritor y periodista. Incansable buceador en la intrahistoria, es autor de Enigmas y Conspiraciones, Cartas que cambiaron el mundo, Chiripas de la Historia y Grandes venganzas de la Historia. Fue director de la revista Cómplice y profesor universitario y es colaborador habitual de Joyce, El Mundo, Yo Dona, El País y la Cadena Ser. En RNE ha sido analista político y cultural y creó un pequeño tesoro radiofónico, Vidas contadas. En On the 50 Road escribe sobre mujeres que tuvieron la audacia de rebelarse contra la sumisión y construirse biografías interesantes: lo hicieron -cree él- porque no sabían que era imposible que una mujer fuera tan libre como un hombre.
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