A Benedetta Barzini la descubrió con 20 años paseando por las calles de Roma la entonces directora del VOGUE Italia Consuelo Crespi. La invitaron a Nueva York, el centro neurálgico de la moda por entonces. La gran Diana Vreeland, editora de la edición norteamericana y toda una institución, había recibido fotos de aquella chica hiper delgada y enseguida se puso en acción, le llamaron y cogió el avión. Y lo que iba a ser una prueba de unos días, se convirtió en el comienzo de una carrera fulgurante. Eran los años 60 y Manhattan era la meca de la moda y un hervidero de gente creativa y extravagante. Posó para Irving Penn y Richard Avedon y pasó a integrar el estudio The Factory de Andy Warhol. Se convirtió en una musa. Cuenta en una entrevista, realizada hace tres años para el Vogue británico, como era consciente tan joven del artificio en el que se había zambullido, fue una de esas «ravishing little things (pequeñas cosas encantadoras)» que decoraron la mítica fiesta, el Black and White Ball, que el escritor Truman Capote organizó en 1966 en el Hotel Plaza de Nueva York en honor a la dueña y editora del Washington Post Katharine Graham. Así describía a las modelos que allí fueron invitadas el propio Capote. Y así se sentía, una cara bonita que adornaba los eventos más glamurosos y chispeantes del momento. «Me invitaron a cenar con los Kennedy, simplemente porque era guapa, me sentaron entre Mike Nichols, Bob Kennedy y Leonard Bernstein, y ahí pasé la cena sin decir una palabra», recuerda también en la entrevista.
De aquella época, tan intensa y fugaz, han pasado 5 décadas, y su vida ahora nada tiene que ver con aquellas burbujas de champán. Vive en Milán, en un pequeño apartamento atestado de cosas y allí se desenvuelve como periodista y profesora de antropología de la moda en la universidad. Su discurso no es nostálgico, de hecho reniega de la moda que impone una única manera de ver la belleza, que dictamina qué es bello y que no, según el imaginario masculino. En los setenta se convirtió en una activista política y feminista y se volcó en poner en tela de juicio una de las industrias más poderosas y alienantes, reivindicando lo diferente y las imperfecciones. Y ahora se encuentra en un momento de la vida en el que lo que desea es irse lejos, de todo y de todos, en busca de su lugar donde sentirse plenamente libre de espíritu, a sus anchas. Y quedarse allí, sin más.
Esa inquietud tan suya ha provocado en uno de sus hijos Beniano Barrese, la necesidad de grabar un documental sobre su madre en un intento de acercamiento antes de esa partida, para retenerla de alguna manera, aunque sea digitalmente, y compartir una mujer tan poco convencional con el resto de los mortales. Se pusieron manos a la obra y la película resulta conmovedora, sin postureos ni sentimentalismos, y con unas tomas tan crudas que duelen. Es un trozo bellísimo de la vida misma entre una madre y un hijo. Una madre fuera del sistema y sin pelos en la lengua, y un hijo que la va siguiendo por la casa, observándola y preguntándole, con admiración, amor, cierto temor y mucha paciencia, mientras ella le va contestando a regañadientes. El documental, que recoge también grabaciones anteriores que le fue haciendo desde que era niño, está producido por Sundance y se llama The Disappearance Of My Mother.
Cuenta Benedetta en la entrevista para Vogue: «Cuando las llamadas empezaron a escasear, me vi obligada preguntarme qué podría aportar a las cenas además de una cara bonita. Volví a Milán – sin saber a qué dedicarme para vivir que no fuera mi aspecto físico- Y me di cuenta que la belleza es una carga. Te fuerza a luchar una batalla cuesta arriba e inútil en contra del paso del tiempo. A quién le importa si tienes arrugas?. Tú responsabilidad es hacer algo con la vida que se te ha dado -y si esa vida se ve reflejada en las líneas de tu rostro, pues estupendo-.» «He criado a cuatro hijos y he conseguido hacerme un nombre como escritora y como activista política. Cuando me miro en el espejo, siento una extraña sensación de afecto a la persona mayor que veo reflejada —lo que nunca sentí al verme en las portadas de Vogue. Las arrugas y el pelo gris me hacen sentir real, auténtica, una persona consciente de quién es y de lo que ha vivido -mucho mejor que una persona preocupada por si sus pestañas están suficientemente curvas-. La verdad es que cuando dejas de preocuparte por volverte «invisible», es cuando empiezas a verte a ti misma. Y entonces eres libre. Libre para decidir qué te importa y qué no, qué opiniones valoras y cuáles puedes ignorar, qué es realmente importante para que ocupe tu tiempo precioso y qué es una perdida de tiempo. ¿Puede haber algo mejor que esto?.»
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