La musa espectral
La cara de Fornasetti. Ilustración de ©Montse Canadell para On the 50 Road
Hay tipos mononeurónicos que solo hacen una cosa y la hacen mal. Y tipos polifacéticos que se desparraman en mil asuntos y no brillan en ninguno. Los raros son esos bienaventurados que son virtuosos sin ser especialistas. Son raros porque son pocos y Piero Fornasetti fue uno de esos pocos tan raros como un cuervo blanco.
Fornasetti fue pintor e interiorista, fue escultor y grabador, fue diseñador y por ahí seguido. O sea, que este irónico genio milanés fue un alquimista renacentista con cuatro siglos de retraso. Muy fan del trompe l’oeil, hacía magia con sueños que tenían forma de soles o de manos, de pentagramas o periódicos. Cuando murió, en 1988, dejó más de doce mil diseños.
El más misterioso de sus temas es también el más obsesivo: esa cara de mujer que Fornasetti reprodujo una y otra vez hasta convertirla en un marchamo. Y en el más repetido de los diseños de los últimos cien años. Tanto la multiplicó en tantos cientos de objetos diferentes que creo que su monomanía fue el tributo de fidelidad a un amor espectral. Porque lo más probable es que el artista nunca viera en persona a su modelo, lo más probable es que solo viera su retrato en una revista. Lo que parece seguro es que quedó abducido, tan fascinado por la expresión de esa nueva Mona Lisa que ya no pudo quitársela de la cabeza. La energía sigue a la atención, y el artista la centró tanto en Julia que me tolera la sospecha de que todas las variaciones con las que recreó su rostro eran un conjuro para que sucediera lo que nunca sucedió: que Julia apareciera como una epifanía. El artista era un ciego en una habitación oscura buscando un pañuelo negro que no estaba allí. Durante todas las mañanas del mundo, hasta su muerte, no dejó de recrearla en casi todos los objetos que creó y de mil maneras distintas: con binoculares, en una escafandra, con velos, con bigotes, entre las fauces un cocodrilo, con la lengua fuera, bizca o barbuda, en carne mortal o en calavera. Inexhausto, el hombre exploró todas las maneras de ser Julia.
Ignoro por qué la llamaba Julia. No era ése su nombre, sino Lina Cavalieri. Aunque tampoco exactamente. He podido saber que había nacido en Viterbo el día de Navidad de 1874, supongo que por eso -por el Natale– la bautizaron como Natalina Cavalieri. He podido saber que perdió a sus padres a los 15 años y quedó bajo la custodia de un orfanato. También creo saber que fue muy desgraciada entre las monjas, aunque no se resignó y se escapó con un grupo de titiriteros. Gracias a su voz, en París pudo cantar en un café-concierto; luego, en music-halls de media Europa. Mientras trabajaba, estudió canto y pudo debutar en Lisboa en el papel de la Nedda de Pagliacci. Fue en 1900, el mismo año en que se casó con el príncipe ruso Alexandre Bariatinsky.
Lina Cavalieri a comienzos del siglo XX. Pach Brothers Studio, NYC.
Cuando cantó la Fedora de Umberto Giordano, en el Teatro Sarah Bernhardt de París, compartió cartel con Enrico Caruso. Juntos debutaron en el Metropolitan de Nueva York y juntos fueron aclamados durante dos temporadas con la Manon Lescaut de Puccini. No solo por su voz virtuosa, sino sobre todo por su cara bonita, fue una de las mujeres más fotografiadas de su tiempo. Tal vez solo la bailarina belga Cléo de Mérode la superara en flashes; a ambas las referían como “la mujer más bella del mundo”. Un título ex aequo, pues; pura justicia salomónica. Para estar a la altura de su leyenda, Lina se embutía en un corsé que le dibujaba un talle de avispa, de “reloj de arena” se decía entonces.
Lina Cavalieri y Enrico Caruso (1905-1907). Princeton University Archive. Autor desconocido.
Cuando su primer matrimonio se fue a pique, se consoló en amores turbulentos con Robert Winthrop Chandler, un miembro de la eminente familia Astor. Se casaron, pero el amor volvió a escurrirse como el agua entre los dedos y la diva volvió a Europa. En la Rusia prerrevolucionaria arrobó a las multitudes en La bohème, La traviata, Fausto, Manon, Andrea Chénier, Rigoletto, Mefistofele, Tosca o Carmen. Las bodas sucesivas suelen ser una victoria de la esperanza sobre la experiencia, por eso volvió a casarse, esta vez con el tenor francés Lucien Muratore. No tardó en retirarse y abrió un salón de belleza en París al tiempo que escribía una columna de cosmética en la revista Femina y publicaba el libro Mis secretos de belleza.
Huyendo de las calamidades de la Gran Guerra, se instaló en Estados Unidos para rodar películas… mudas. Volvió a casarse -y van cuatro- lo que me tolera la suposición de su adicción a la esperanza, que es un buen desayuno, desde luego, aunque una pésima cena. Con su flamante marido, Paolo d’Arvanni, se instaló en la Italia de los himnos que presagiaban calamidades nuevas y al estallar la Segunda Guerra Mundial se alistó como enfermera voluntaria.
Un bombardeo aliado arruinó su bonita casa toscana de Fiesole, sus sirvientes pudieron huir, pero ella se entretuvo cogiendo sus diamantes -que fueron antes regalos de sus amantes- y la bomba de un avión la dejó en el sitio. Era el 7 de febrero de 1944. Años antes, la había pintado el suizo-americano Adolfo Müller-Ury en un retrato inquietante que pertenece ahora al Metropolitan. Ésa es la cara que aparece obsesivamente en los diseños de Piero Fornasetti.
Ahora que he desvelado el enigma de ese rostro, siento la comezón del arrepentimiento, como si esa imagen mereciera seguir preservada de la luz para que nos siga imantando con la certeza de su misterio. Hay cosas, tú lo sabes, que es mejor no saber.
Lina Cavalieri by Piero Fornasetti. Vídeo realizado por el canal de Youtube For Love of the Arts.
Gonzalo Ugidos es escritor y periodista. Incansable buceador en la intrahistoria, es autor de Enigmas y Conspiraciones, Cartas que cambiaron el mundo, Chiripas de la Historia y Grandes venganzas de la Historia. Fue director de la revista Cómplice y profesor universitario y es colaborador habitual de Joyce, El Mundo, Yo Dona, El País y la Cadena Ser. En RNE ha sido analista político y cultural y creó un pequeño tesoro radiofónico, Vidas contadas. En On the 50 Road escribe sobre mujeres que tuvieron la audacia de rebelarse contra la sumisión y construirse biografías interesantes: lo hicieron -cree él- porque no sabían que era imposible que una mujer fuera tan libre como un hombre.
Precioso artículo Gonzalo. He disfrutado muchísimo leyéndolo. Estaré atenta a los próximos.