La rama de un abedul

Marina Tsvetayeva (1892-1941)
Era una de esas almas que no hacen ninguna señal, sino a las que hay que interrogar pacientemente, sobre las cuales hay que saber fijar la mirada. Si quienes la conocieron recordaban sus versos más que su carácter se debía a que Marina Tsvetayeva era inaprensible. Hay una fotografía, sin embargo, en París en 1925, que parece decirnos muchas cosas.
La poeta anda por los treinta y tres años y mira a cámara como si implorara algo. Aunque tal vez esa vibración que asoma a su mirada no sea ruego, sino misterio. Mira como los místicos a Dios, con perplejidad y reverencia. Junto a la cara, tiene la mano derecha en puño y un gran anillo en el anular (vestigio de los pasados-buenos-tiempos). Sus grandes ojos (eran verdes) se enseñorean de su cara, la significan más que la nariz aguileña o el pelo castaño que se curva en los lados hacia arriba, más incluso que las alas de pájaro que dibujan los cantiles de sus pómulos descolgándose sobre la playa de su boca.
Veo esa foto y comprendo las palabras que su hija Alya escribió en su diario a los seis años: «Mi madre es muy rara. No es como todas las madres. Las madres siempre admiran a sus hijos, pero a Marina no le gustan los niños. Es triste, inquieta y ama los poemas y la música. Escribe poemas. Es paciente y tolerante en extremo. Incluso cuando se enfada es adorable. Siempre está corriendo hacia algún sitio. Tiene un gran corazón. Una voz agradable. Un paso rápido. Los dedos de Marina están llenos de anillos. Marina lee por la noche. No le gusta que la molesten con preguntas tontas, entonces se enfada mucho. A veces parece que busca algo perdido, pero entonces de repente parece despertarse, comienza a hablar y de nuevo se escapa a cualquier sitio».

Con su hija Alya (Ariadne)
En ese catálogo la hija dice muchas cosas de la madre, pero no dice que vivía aureolada por las volutas azul grisáceas del humo -fumaba como una chimenea- tampoco dice que andaba desgalichada, como balanceándose, ni que no le importaba mucho su apariencia. Marina era fuerte, pero voluble, como prueba la versatilidad de su rostro de un día para otro. Cada cambio de ánimo se nota en su cara que, a menudo, parece la de una criatura extraviada o impaciente o nerviosa, nunca serena (salvo en algunas fotografías de los años 20). Era inestable, pero ¿quién no con sus circunstancias? En su infancia de arpegios y veranos largos, vivía a unos centímetros del suelo, levitando sobre los asuntos, sin rozarlos. Ya adulta, le tocaron malos tiempos.
La educaron para ser pianista y dar conciertos en salones rancios, para ser el centro de reuniones exquisitas, pero la completa vida de esta mujer parece un inexorable movimiento hacia la soledad y las periferias. De Moscú al exilio, de la ciudad a los suburbios en donde la miseria absorbe su energía y su tiempo y le impide estar en el centro de las cosas que le importan. Su vida es un despeñadero hasta el aislamiento final, la ciénaga definitiva en la pequeña ciudad de Yelabuga, en donde vivió sus últimos diez días irradiando una luz mortecina, como una luna lúgubre en un cielo fosco.
María Ivanovna Tsvetayeva nació un 26 de septiembre de 1892 en un hogar confortable. Su padre, un profesor de Bellas Artes, inspiraba respeto, viajaba mucho y parecía ausente cuando estaba en casa. Su primera mujer, Varvara Dmitrievna, la madre de Marina, murió y aunque él volvió a casarse sólo un año después nunca pudo olvidar la belleza de Varvara, su delicadeza, el virtuosismo de su voz y su talento para tocar el piano. La casa en que vivió con sus hijos y con su segunda mujer, en el nº 8 de la calle moscovita de los Tres Estanques, era parte de la dote de Varvara. A los cuatro años, Marina vio el cuadro que colgaba en el dormitorio de su madre, evocaba el duelo en el que murió el poeta Pushkin. La niña convirtió en mito esa escena con sólo dos figuras: el poeta y su matador. La habitación de su madre ausente y aquella pintura de una muerte en blanco y negro la acompañaron el resto de su vida como un pregusto del tiempo terrible en el que estaba condenada a vivir, el «tiempo de los perros lobo».
Lo que le gustaba de niña era sentarse con su hermanita junto a los filodendros reflejados en la brillante laca del piano como en un lago negro. Cuando su madrastra se percató de su pasión por la literatura, ridiculizó sus primeros versos y le prohibió leer libros de adultos. Marina, a escondidas, leyó Las almas muertas de Gogol y Los Gitanos de Pushkin que le prestó su hermanastra Valeria, en cuya habitación, debajo de una cornucopia victoriana, descubrió el universo de la feminidad: cosméticos y píldoras plateadas contra el dolor menstrual, una fascinación ambigua de los secretos del sexo que le sugerían el poder del instinto.
La familia pasaba los veranos en Tarusa, una pequeña ciudad junto al río Oka, no lejos de Moscú, en la provincia de Kaluga. Era un lugar apacible rodeado de bosques, con campos a ambos lados del río, con cunetas rebosantes de las lechosas reinas de los prados, con dachas de setos pluscuamperfectos y jardines con manzanos y cerezos; con conejos, gallinas y pollitos corriendo en una algarabía zoológica. El jardín era más bien un huerto, una selva selvaggia colmada de fresas, cerezas, frambuesas, grosellas y bayas del saúco. Marina amaba la vida campestre. A veces tenían visita de los Pasternak, Leonid Pasternak era también profesor en la Facultad de Bellas Artes de Moscú, su mujer Rosalya era, como la madre muerta de Marina, una pianista excelente y su hijo Boris ya vivía abducido por los libros, los encuadernaba en tela tornasolada y cuero de Rusia.
Cuando murió su madrastra, internaron a Marina en un pensionado espartano de la Selva Negra. Las sábanas usadas se miraban con lupa en busca de manchas delatoras. Marina tenía catorce años, una edad metafísica, y odiaba su aspecto saludable, tan poco romántico. Para quitar los ofensivos signos de vigor en sus mejillas arreboladas, comía poco y bebía vinagre. También empezó a fumar como los chicos, aunque los chicos le interesaban menos que las chicas. Era rebelde y la expulsaron del internado. Se fue a París, a estudiar filología francesa en La Sorbona. Vio a Sarah Bernhardt en la escena y la convirtió en objeto de idolatría. Se instaló en un apartamento para ella sola, cultivaba plantas en su interior, begonias sobre todo; también compró un gramófono del que fluían las serenatas de Schubert y la música de Glinka. Muchos de sus poemas de entonces evocaban la muerte.

Marina Tsvetayeva y Serguei Yakovitch Efron. Se casaron en 1912.
A Serguei Yakovitch Efron lo vio por primera vez en la orilla del mar de Crimea. La playa estaba sembrada de guijarros pequeños y Marina estaba cogiendo algunos cuando se encontraron. Serguei era un chico alto y delgado de diecisiete años, triste, tímido y de una belleza epicena, con ojos grandes y pasmados. En una temeraria decisión (lo recordaría a menudo) Marina hizo su apuesta: «Si me da una cornalina, me casaré con él». Serguei encontró la cornalina y la gran maquinaria del amor se puso en marcha, las ruedas pesadas se movían despacio y las pequeñas giraban deprisa. A Marina le atraía la fragilidad de Serguei, le gustaba tanto que ella misma la amplificaba llamándolo por el diminutivo Seryozha. Disfrutaba con la idea de rescatarlo de la amargura como un paladín a una doncella del castillo en llamas, porque entonces ella parecía un chico, llevaba el pelo corto y rizado y estaba bronceada por las intemperies.
Se casaron en febrero de 1912. Es probable que ella estuviera ya embarazada. La felicidad duró dos años, que es lo que suele durar el impulso de regalar flores, pero en este caso no es que se agotara ese impulso, sino que estalló la Gran Guerra y sus estragos los alcanzaron de lleno. Vivieron en un modesto apartamento del viejo Moscú. Marina publicó su segundo libro, La Linterna Mágica, y nació su primera hija, Ariadne, a la que llamaban Alya. El santuario de Marina no era la cuna de Alya, era su escritorio, lo tenía colmado de memorabilia -fetiches de su infancia que le hablaban más que Seryozha– como la caja de música que tocaba un minueto, o un gramófono en el que escuchaba canciones gitanas. Le gustaba lo exótico, le gustaba creer en la buenaventura de los gitanos, en su capacidad de adelantar el futuro, esa presciencia ahuyenta los difusos temores: los refuta o les pone cara.
A Seryozha lo amaba mucho, que es mucho menos que amar, por eso la pasión erótica en esos primeros años de casada la vivió con la poetisa Sofía Parnok, una tríbada desinhibida que dio a Marina el más intenso placer sexual que jamás había conocido. A Ossip Mandelstam lo conoció en un recital de poemas. Marina lo amó con el narcisismo de verse reflejada en él como un ser de su mismo mundo: como un ser de otro mundo.
Cuando estalló la Revolución llegó la hambruna y Marina estaba embarazada de su segunda hija. Llegaron cinco años de terror, de ejecuciones y barricadas, los hombres se convirtieron en bestias. La única posible reconciliación con la vida era estar enamorada, lo necesitaba para no querer morirse. Amó a Pavel Antokolsky, un poeta adolescente que había conocido en el tren, y luego amó a muchos de los amigos de Pavel, uno tras otro. Pero nada como la pasión que experimentó por Sonya Holliday, una actriz medio inglesa que fue «la mujer que más he amado en la vida”. En ella encontró intensidades que nunca le dieron los hombres. En esos años no habría sobrevivido sin la ayuda de algunos amigos, uno le llevaba un poco de carne; otro, cerillas; otro más, un trozo de pan; cierta actriz algunas patatas y alubias. Recibió una carta de sus amigos en Crimea, le hablaban de una pobre madre enloquecida que se había comido a sus propios hijos, le decían que los campesinos se comían los cadáveres cuando ya no podían tenerse en pie alimentándose de musgo hervido. Su suerte no era muy distinta: su hija Irina murió de hambre en el invierno de 1919, tenía dos años y diez meses.

Tras cuatro años sin noticias, supo por una carta que Seryozha estaba vivo. Le proponía exiliarse en Berlín. Allí descubrió que el café era aguachirle, pero el olor a naranjas, chocolate y tabaco del bueno fue una poderosa remembranza del mundo perdido. Había docenas de restaurantes rusos con balalaikas y gitanos. Se escuchaba hablar ruso en todas partes, había tres diarios rusos y cinco semanarios y en sólo un año se abrieron siete editoriales de emigrés. Muchos aristócratas rusos trabajaban como friegaplatos; otros, como chóferes o en tareas de ínfima categoría.
Después de Berlín, Praga. Aunque los alhelíes florecían bajo sus ventanas y los castaños alegraban las calles, nunca fue feliz allí porque compartían la casa con siete personas, un perro y algunas gallinas y Marina no podía aislarse y escribir. Buscaron suerte en París, adonde llegó Marina en otoño de 1925 con su hijo Mur, de nueves meses, y su hija Alya, de doce años. Con parientes de Seryozha, compartían una casa pobre en un barrio pobre y Marina seguía echando de menos una habitación propia, un nicho para ella sola. Un refugio. Se atormentaba. Delgada, pálida, casi famélica, no era bella. Trabajaba, escribía y cogía leña; lavaba, planchaba y cosía con unos dedos que habían sido hermosos y ahora estaban devastados y amarillos de nicotina. Llevaba vestidos demasiado viejos y comía carne de caballo, pero no le disgustaba, le parecía un vínculo con Gengis Khan. Todas esas penas se las contaba por carta a Rilke y Pasternak. Dejó de llegar el pequeño estipendio que Marina recibía del gobierno checo y no tenía dinero para pagar el alquiler. Más de una vez estuvo tentada de meter la cabeza en el horno de gas. Estaba anémica y perdía el pelo cuando la visitó Prokofiev, que deseaba poner música a algunos de sus poemas. Cuando se supo en París que Seryozha era un agente de los bolcheviques, un infiltrado, sintió el vacío de los emigrés y se convirtió en una leprosa social. Tuvo que volver a Rusia.
En agosto de 1941 los alemanes invadieron la Unión Soviética y a Marina y a Mur los evacuaron a Yelabuga, en Kazán. Los alojaron en una habitación de una casa pequeña cuya única ventana daba a un prado, en lontananza se atisbaban los abedules. Cuando Marina tuvo noticias de que habían matado a Seryozha se le rompieron los últimos vínculos con la vida. Tenía cuatrocientos rublos y, lo que era aún más valioso, reservas de sémola, azúcar y arroz. Le quedaba también una empanada de pescado. Estaba convencida de ser una de las grandes poetas europeas de su siglo: si ése era el destino con el que había llegado al mundo estaba bien cumplido. Su vida había sido un doble acecho a la felicidad y a la belleza; había fracasado en el primer empeño, pero no en el segundo: Como a vinos excelsos a mis versos,/ también les llegará su hora, había escrito. No podía olvidar y le era imposible vivir acosada por tantos recuerdos. Su memoria era una enfermedad.
Salió de casa, la tierra era enorme, se desplegaba infinita y daba la sensación de no tener límites. También era enorme su desgracia y no hallaba consuelo bajo el cielo que gravitaba sobre su cabeza atormentada. Había tenido el poder de someter a las palabras, pero los hechos la sometieron a ella hasta la aniquilación. Eligió la rama de un abedul para anudar la cuerda que había utilizado para su maleta del exilio.
Busco presagios en sus poemas, encuentro éste:
Ya no como:
quedó sin gusto el pan.
Se ha ido -todo es tiza
si lo llego a tocar.
…Para mí, era el pan,
era la nieve;
ya la nieve no es blanca,
el pan no sabe a nada.

Gonzalo Ugidos es escritor y periodista. Incansable buceador en la intrahistoria, es autor de Enigmas y Conspiraciones, Cartas que cambiaron el mundo, Chiripas de la Historia y Grandes venganzas de la Historia. Fue director de la revista Cómplice y profesor universitario y es colaborador habitual de Joyce, El Mundo, Yo Dona, El País y la Cadena Ser. En RNE ha sido analista político y cultural y creó un pequeño tesoro radiofónico, Vidas contadas. En On the 50 Road escribe sobre mujeres que tuvieron la audacia de rebelarse contra la sumisión y construirse biografías interesantes: lo hicieron -cree él- porque no sabían que era imposible que una mujer fuera tan libre como un hombre.
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