Reina de corazones
Ilustración de ©Montse Canadell para On the 50 Road
No fue culpa mía perder el vuelo a Costa Rica en el aeropuerto neoyorkino de Newark, pero sí lo fue no haber contado con que esas cosas pueden pasar y lo pagué con otras cosas que me pasaron. Lo que fue disgusto, el recuerdo lo ha convertido en aventura, que suele ser el resultado de un viaje mal planificado. No hay bien que por mal no venga y haber conocido a Brooke Astor (bueno, su eco) fue una de las mejores rentas que obtuve de mi mala cabeza. El caso es que en una librería de Newark compré The Last Mrs. Astor: A New York Story, una biografía de Brooke Astor, una mujer que la merecía. La escribió Frances Kiernan, pero parece una historia de Edith Wharton.
A aquella viuda rica y coruscante de 48 años que no quiso volver a casarse, alguien le preguntó si era lesbiana, “no, my dear -contestó- soy episcopaliana”. Las mujeres así me caen divinamente, y perlas como ésa no suelen ir sueltas sino que se ensartan en el hilo de la vida y forman el collar de una personalidad. Te daré otra muestra. Muchos años después, un compañero de cena pretendió arrancarle una confidencia con el soborno de un halago: «Mrs. Astor, es usted una mujer muy hermosa, ha debido de tener muchos amantes”. Mrs. Astor no escurrió el bulto: «Cuando, por la noche, no puedo quedarme dormida empiezo a contarlos, pero me duermo mucho antes de llegar al final de la lista”. Era algo más que una humorada, porque cada año adoptaba a un nuevo amigo para remplazar a otro viejo que había muerto.
Durante la segunda mitad del siglo XX, Brooke Astor reinó como First Lady de Nueva York. De noche -casi todas las noches- se vestía de Óscar de la Renta y, en saraos esplendentes, bebía champagne y degustaba caviar sentada a la derecha del anfitrión. De día visitaba orfanatos y en mesas plegables tomaba salchichas con mostaza y salsa de pepinillo en platos de cartón. Era, pues, como la rosa de Alejandría: colorada de noche, blanca de día. El lema de su vida lo tomó de una cita de Thornton Wilder: «El dinero es como el estiércol, no vale la pena a menos que se extienda», por eso se gastó en charity más de 200 millones de dólares (que al poder de compra actual podrías multiplicar por cinco). Sin embargo, aunque tuvo una buena vida, no siempre fue una vida buena. No lo fue en sus últimos años cuando, ya centenaria, pasó de ser estandarte de la upper class a víctima de maltrato por su único hijo, el embajador Anthony Tony Marshall.
Brooke Astor en su apartamento de Park Avenue, Nueva York, en los años 40.
Foto: Cecil Beaton Studio Archives at Sotheby’s.
Pero tal vez sea mejor empezar por el principio. Roberta Brooke Russell –Bobby para su familia- pasó su niñez en China, República Dominicana, Hawai y Panamá. A los 21 años era columnista de Vogue y durante la mayor parte de su vida escribió mucho y bien. Su fortuna le vino de su tercer marido Vincent Astor, hijo de John Jacob Astor IV, que antes de desaparecer en el naufragio del Titanic, dio sobradas pruebas de saber estar cuando, tras el impacto con el iceberg, dijo: «Había pedido hielo, pero esto es excesivo». Su hijo Vincent heredó la fortuna forjada por el bisabuelo John Jacob I traficando con opio. Eran los tiempos de la presidencia de Ulysses Grant, tal vez la más corrupta de la historia, y los pares de los Astor -los Vanderbilt, Morgan, Rockefeller, Guggenheim, Carnegie o Seligman-, barones ladrones todos ellos, campeaban por el país como una plaga con sombreros de copa y almas de estopa.
Antes de conocer a Vincent Astor, Brooke era una mujer con pasado. Con el muy rico senador John Dryden Kuser, su primer marido, se había casado a los 17 años. Fue una mala boda porque John Dryden era adicto a la botella, a las fulanas y al juego mezclado con el golf, en donde todos los días apostaba dos mil dólares por hoyo. Después de cinco años de desamor, Brooke quedó embarazada y su degenerado marido negó que fuera el padre y le partió la mandíbula. Brooke apodó Toad (sapo) a su hijo Tony, que llegaría a ser otro suplicio, pero vitalicio. No podemos divorciarnos de los hijos.
Ya divorciada, se embarcó en algunas aventuras discretas, una de ellas con el actor inglés Brian Aherne, un tipo apuesto que la entretuvo hasta que conoció a Charles Buddie Marshall, un abogado tan rico y tan macizo que bien valía una boda: fueron veinte años levitando de felicidad, con la única sombra del sapo de su hijo. Según Frances Kiernan, Tony se volvió «celoso y grosero, sobre todo con su madre. «El corazón de Brooke pertenecía a Buddie y, para quitarse al batracio de en medio, lo mandó a colegios british style en donde el tiempo que Tony perdía le adensaba el resentimiento.
La muerte inesperada de Buddie dejó a su viuda desconsolada y, como ella decía, nouveau pauvre. Atrás quedaban los veranos idílicos de la Riviera italiana en un castello en Portofino. Pero no tardó en reconciliarse con la vida, se dio a los romances y llegó a tener amantes hasta los 80. Se sentía una grande amoureuse, pero decían que era una aventurera. Ni sería en absoluto reprochable ni era del todo cierto, pero a la deslumbrante viuda de Buddy Marshall le divertía esa etiqueta.
En una cena, Brooke se encontró sentada frente a Vincent Astor, que tenía sus melancólicos ojos oscuros puestos en ella. El magnate había tenido una infancia contrahecha desde que perdió a su padre entre los témpanos noratlánticos. Su bellísima madre, Ava Lowle Willing, era una devorahombres gloriosamente egoísta que, después de divorciarse del padre de Vincent, se había casado con aquel barón de Ribblesdale inmortalizado por John Singer Sargent como modelo de sportman eduardiano. El matrimonio no duró mucho y la ávida Ava se buscó la vida en Europa mientras Vincent, pobre niño rico, se maceraba en la soledad de los internados. Cuando conoció a Brooke, Vincent Astor estaba recién divorciado y era un tipo irascible, psicótico y borracho, aunque de ninguna manera un estúpido. Estaba dolido por el rechazo de la heredera Janet Rhinelander Stewart, a quien quiso convencer para que se casara con él asegurándole que según sus médicos estaría muerto dentro de tres años. «Pero, Vincent, ¿qué pasa si los médicos se equivocan?», fue la desalmada respuesta de la bella sin alma.
Vincent cortejó a Brooke en un fin de semana en la Stanford White Mansion, de Rhinebeck. Él le dijo que la amaba y ella que estaba por ver. Él se fue a Asia sólo para darse el gusto de escribirle cinco cartas diarias. Y ella, claro, cayó a sus pies como una montaña de seda. La boda fue mano de santo para Vincent, que se curó de su mal carácter, de la bebida y de las mujeres, ¿para qué andar buscando mediocres hamburguesas por ahí cuando tenía el mejor solomillo en casa? Ella lo llamaba Capitán Bob y le hacía reír, algo que nadie había conseguido antes. Él la llamaba Pookie y se derretía como como un esclavo feliz.
Brooke se involucró en los programas filantrópicos de Vincent que, además de aliviar la miseria humana, eran una bonita manera de ahorrarse impuestos. Pero Brooke, que no era una cínica, encontró en la caridad un sentido a su vida azarosa. El quinto de los Astor vivió tres años más de lo que sus médicos habían predicho. A su muerte, en 1959, la viuda heredó 60 millones de dólares, así como los fondos de la Fundación Vincent Astor: 67 millones que podía administrar a su antojo. «Pookie, te voy a dejar un buen entretenimiento”, le había dicho Vincent.
Para celebrar el centenario de Brooke, en 2002 el banquero David Rockefeller le dio una fiesta en la finca de Pocantico Hills. Era el fin de race del mundo cerrado del old money, las cuatrocientas familias gobernadas por la abuela de Vincent Astor. Brooke nunca quiso gobernar sobre un mundo que ya se desmoronaba, pero en su apogeo como emperatriz de la filantropía, fue anfitriona de presidentes, primeras damas y un potpurrí de celebrities y literatos en su elegante dúplex de 14 habitaciones en el 778 de Park Avenue. Aunque disminuida, en su fiesta de centenario revivió los días de gloria, cuando reinaba como Primera Dama de Nueva York no solo porque personificaba el esplendor de los Astor, sino por su prestigio de alma bella. Le habría ido mejor si hubiera muerto aquella noche.
Los achaques no la impedían dar largos paseos con sus dos perros salchicha ni conducir su maltrecho Mercedes, una vez tuvo que ser rescatada por la policía mientras conducía en sentido contrario por la Ruta 9A. Los últimos años de su vida fueron un folletín por culpa de Tony, al que le cayeron tres años de talego por robar y maltratar a su madre.
El 13 de agosto del 2007, Brooke murió a los 105 años en su finca de Holly Hill, en Briarcliff Manor. Dejó a los pobres y a la Biblioteca Pública de Nueva York 200 millones de dólares, y eso sin contar los muebles de laca de la dinastía Qing, las joyas, un reloj Cartier de diamante y jade, obras de Tiepolo, Canaletto o Nicolas Lancret y docenas de retratos decimonónicos de perros. Cumpliendo su voluntad, Sotheby´s subastó 901 lotes que habían sido el paisaje cotidiano de aquella reina de corazones que dignificó el dinero extendiéndolo como si fuera estiércol.
Gonzalo Ugidos es escritor y periodista. Incansable buceador en la intrahistoria, es autor de Enigmas y Conspiraciones, Cartas que cambiaron el mundo, Chiripas de la Historia y Grandes venganzas de la Historia. Fue director de la revista Cómplice y profesor universitario y es colaborador habitual de Joyce, El Mundo, Yo Dona, El País y la Cadena Ser. En RNE ha sido analista político y cultural y creó un pequeño tesoro radiofónico, Vidas contadas. En On the 50 Road escribe sobre mujeres que tuvieron la audacia de rebelarse contra la sumisión y construirse biografías interesantes: lo hicieron -cree él- porque no sabían que era imposible que una mujer fuera tan libre como un hombre.
Qué vidas tan fascinantes!!!