Otra forma de vida en El Bierzo
Foto de la aldea de Matavenero. © Kevin Faingnaert
Acabo de descubrir en la muy recomendable web Collective Quarterly, especializada en viajes y vivencias, el trabajo del fotógrafo belga Kevin Faingnaert sobre Matavenero, uno de los escasos reductos hippies en Europa, anclado sobre una escarpada ladera de los montes de Torre del Bierzo, en León. El fotógrafo, que se dedica a retratar y documentar culturas y comunidades europeas al margen de la sociedad, pasó una semana con los vecinos de la ecoaldea, retratándolos y escribiendo sus impresiones sobre la vida de un pequeño grupo de personas de diferentes nacionalidades en busca de una vida muy alternativa. En 1989 llegaron los primeros alemanes, pertenecientes al movimiento internacional Rainbow, dispuestos a quedarse y repoblar las ruinas de un pueblo abandonado hacía tres décadas. Allí, instalados en tipis, comenzarían el proyecto de una vida en comunidad y en profunda conexión con la naturaleza.
Este artículo me ha hecho recordar mi visita a aquel lugar, cuando una amiga, que regentaba por entonces un albergue en pleno Camino de Santiago, me acercó para que viese lo que es un pueblo hippy como dios manda. Recuerdo que al bajarme del coche me quedé plantada en lo alto de la aldea, sola y desorientada, sin saber bien por dónde avanzar. Comencé a descender por la ladera, entre una maraña de maleza, de cabañas de madera descuajeringadas salidas de un cuento medieval, de juguetes tirados por el barro y niños asilvestrados correteando como cabras por el monte. Yo, sin embargo, bajaba torpemente, como una intrusa fuera de lugar. No sabía por dónde avanzar sin meterme en terreno privado, ni a dónde ir porque no había lugar donde ir. Poco a poco conseguí entrar en contacto con algunos vecinos, que me fueron contando más miserias que virtudes de su forma de vida. Y la sensación de hostilidad, con tantas historias, se fue desvaneciendo.
Incluso acabé tomándome un vino en una pequeña taberna administrada por una mujer estupenda, que había llegado a la aldea hace años, sola y en pleno invierno, para instalarse en una de las casas derruidas. La levantó. Y de ella ha hecho su hogar y ha abierto una pequeña taberna-tienda, donde vende ungüentos y conservas.
Me ha hecho gracia coincidir con el autor del artículo cuando cuenta que sintió un alivio profundo al marcharse de allí, a sabiendas de que se alejaba de aquella forma de vida. Sentí exactamente lo mismo, cuando volvió a recogerme mi amiga. Aún así, pese a la claustrofobia que me produjo aquella visita, el pueblo me viene a la cabeza de vez en cuando imaginando sus vidas, lo duro del invierno y el cielo estrellado. Y me reconforta pensar que hay gente que elige otras formas de vivir totalmente ajenas a la mía. Un vecino me contó que cualquier persona con intención de establecerse y convertirse en parte de la comunidad, debe de pasar la prueba de vivir allí las cuatro estaciones y ser, además, aceptado por los demás. Fácil no es.
Al cabo de los años, el puro azar me llevó de nuevo allí. Esta vez de excursión subiendo por el sendero que recorrían los vecinos de otros pueblos, cuando en Matavenero, antes del éxodo de los años 60, se bailaba al son de una lata y unos palos. Hasta allí subían de noche para divertirse tras una jornada de trabajo en las minas de carbón. Todo con tal de bailar y olvidar. Las minas siguen esparcidas por los montes de León. La mayoría cerradas y en silencio. Y quienes entonces allí trabajaban y en el monte bailaban, ahora pasean plácidamente sus últimos años por el borde de las carreteras, entre pueblo y pueblo.
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