De turismo en un buque carguero

Fue desayunando unas vacaciones en una terraza frente al Bósforo en Estambul, que me quedé embobada observando los inmensos cargueros atravesando el río. Mi amigo, que por entonces vivía en un apartamento con aquella magnífica terraza, tenía controladas las horas de paso de cada carguero y sirviéndose de una aplicación me chivaba el nombre, la bandera, los metros y capacidad de carga de cada barco. Era un espectáculo hipnotizador.
Pasaron un par de años y un buen día cayó en mis manos la revista L´Officiel Voyage que publicaba una artículo sobre un tal Cargo Club en París que organiza encuentros entre adictos a viajar en cargos. No tenía ni idea de que fuese “normal” viajar en esas barcazas y mucho menos que pudiera causar adicción. Había oído hablar de gente que viajaba en cargos cruzando el Atlántico, como forma de ahorrase el coste del viaje ofreciendo sus servicios como miembro de la tripulación, pero desconocía la idea de viajar como “turista”, como quien viaja en un crucero o en un velero.
Al cabo de muy poco di con otro artículo sobre una agencia de viajes francesa especializada en viajes en cargo. Así que viendo que era algo factible, me puse manos a la obra, busqué otras agencias para comparar destinos y precios y me apunté a un trayecto de una semana por países escandinavos (una semana para probar me pareció bien), recalando en los puertos de Hamburgo, Copenhague, Helsinbourg, Gotemburgo y Bremerhaven para volver a Hamburgo.
Una amiga se apuntó conmigo al viaje, cosa que agradecí mucho, pues gustándome la idea de viajar sola, me llegó a resultar muy reconfortante estar acompañada. Tras pasar un par de días en Hamburgo, la mañana asignada nos acercamos en taxi a la entrada principal del puerto industrial de la ciudad. Por fin iba a entrar dentro de un puerto industrial que tanto me habían seducido desde la distancia. Allí esperamos que un coche nos acercara a la terminal donde fondeaba nuestro barco MV Pegasus, un cargo alemán, de fabricación china, con bandera de Antigua y de tamaño más bien pequeño (en comparación con los cargos monstruosos que nos cruzamos durante el viaje). En el barco nos recibió un miembro de la tripulación para instalarnos en nuestros camarotes y familiarizarnos con el barco. Camarotes de lujo. A mí me tocó una suite (the owner´s suite) con habitación, cuarto de baño y salón, desde donde no podía dejar de mirar por las ventanas. El puerto parecía inmenso, contenedores de colores perfectamente ordenados en filas se extendían hasta el horizonte, y entre sus pasillos se muevían unas grúas como bichos sacados de una película de ciencia ficción, que los iban distribuyendo sin pausa, acercándolos al muelle para cargar en los barcos o colocándolos en sus pasillos correspondientes.
La tripulación la componía un total de 14 marineros: el capitán ruso, dos maquinistas, de Crimea y Rusia, y el resto, todos filipinos. Encantadores, nada de tatuajes ni cuerpos fornidos :-(. Nos miraban con guasa, maravillados de que estuviésemos allí con ellos por el mero placer de estar.
Los días los pasábamos escaleras para abajo, escaleras para arriba, moviéndonos por los tres pisos que se distribuían por la popa (los laterales y la proa son peligrosos para pasear por la carga), abriendo compuertas (cuesta cogerles el tranquillo), contemplando los colores del mar hasta que se queda el cuerpo entumecido, sonriendo a la tripulación cuando nos cruzábamos con ellos, haciendo fotos, comiendo, dejando las horas pasar sin más, charlando Pilar y yo, leyendo cuando hacía sol fuera y cuando hacía frío en nuestros camarotes, y dormitando de vez en cuando. Un dolce far niente sobre el mar, maravilloso, dejándonos llevar.
Nuestra actividad turística consistía en pasear, sin grandes pretensiones, por las ciudades donde íbamos parando, mientras dejábamos a las grúas hacer su trabajo. En cada parada nos venía a recoger un coche del puerto, para dejarnos en la puerta principal y desde allí en taxi al centro de cada ciudad. Me gustó Helsinbourg, en Suecia, por lo que tiene de casas medievales; Gotemburgo, pos sus edificios art déco de corte fascista, sus tiendas dedicadas al hogar donde todo es bello, desde los trapos a cualquier artefacto de cocina, y sus dos museos: el Museo de Arte de Gotemburgo, con obra de pintores nórdicos, y el Röhsska Museum, sobre la historia del diseño desde la era industrial a nuestros días; y la ciudad de Bremerhaven por lo que tiene de decadente, ramplona, muerta. Aun estando en fiestas, la ciudad tenía un algo de abandono que producía tristeza.
El tiempo que nos daban para pasear era generoso, pero yo para mis adentros lo que quería era siempre volver cuanto antes a nuestro Pegasus y estar allí dentro. Me gustaba simplemente estar ahí con los demás.
Aquí tenéis un pequeño album de fotos del viaje. Pinchad en el centro de la primera imagen para verlas mejor…
En las tardes lluviosas nos retirábamos pronto a los camarotes. No había manera de estar fuera entre el agua y el viento. Y mientras leía en mi salón, me dejaba acunar por el balanceo leve del barco y el ruido constante del motor. Y cuando estábamos parados en puerto y nos cogía la noche en el camarote, entonces me dejaba mecer por el ruido del choque entre los contenedores mientras las grúas los balanceaban con suma delicadeza para encajarlos entre sí, unos sobre otros como piezas de un lego. A ritmo lento y constante iban montando un paisaje de torres que a la luz de los focos parecían ciudades futuristas. Todo parecía perfectamente controlado por la ingeniería industrial y por la tripulación vigilante. Grúas en movimiento, toneladas de peso danzando por los aires y una tripulación ocupándose de todo ello. Y ese momento de actividad en la noche mientras yo, en el silencio de mi camarote leía o miraba absorta por la ventana, a sabiendas del trajín de fuera, ese momento era inmensamente reconfortante.
Las relaciones con la tripulación se basaban en cruces de miradas y de sonrisas, a excepción de las conversaciones que manteníamos con el capitán durante las comidas. Hablaba y hablaba con mucho entusiasmo de las megalópolis que le obsesionaban, de los puertos por el mundo que iba conociendo, de las playas y el sol y las vacaciones en resorts, de su familia y de su país. Un reaccionario contra las protestas sociales, de pelo blanco y con espacios entre los dientes donde podrías encajar un lápiz. Cada vez que se retiraba daba las gracias al cocinero y se despedía de nosotras muy formalmente. Un tipo encantador.
El momento álgido del viaje fue una tarde de sábado, cuando los filipinos, que componían la tripulación base y con los que no compartíamos comedor, libraban y se animaron a invitarnos a su zona de descanso. Era su tarde de ocio y me la quedé con ellos enterita bebiendo unas cuantas cervezas (que sorprendentemente me quitaron el único mareo que sentí por estar navegando en mar abierto) Hablamos de todo, sin formalismos, nos reíamos constantemente, como si fuésemos viejos amigos. Ahí de repente estaba yo compartiendo mesa con aquellas personas que había ido viendo, aquí y allá, fugazmente por el barco, y que siempre sonreían. Estaba pasándomelo en grande. Me parecían todos enormemente atractivos, supongo que por el hecho de pertenecer a otro mundo radicalmente diferente a mi vida cotidiana.
Esa tarde de camaradería me costó que la última mañana del viaje la pasase con el corazón en un puño. No sé por qué me dio por ahí, pero mi único propósito era despedirme de cada uno de ellos y evitar derramar las lágrimas que me venían sin remedio a los ojos. Quería evitar que me viese nadie llorar. Me fui de allí con una gran tristeza, a sabiendas de que no volvería a verles.
El último día, ya en tierra, lo pasamos paseando por Hamburgo y fuimos a tomar una cerveza a una terraza de moda en una pequeña playa a las afueras de la ciudad con vistas al puerto. Frente a nosotros estaba nuestro MV Pegasus cargando nuevos contenedores antes de deslizarse a la mañana siguiente por El Elba, para entrar en el Mar del Norte y volver a realizar el mismo recorrido «again and again, nos decía el capitán, para garantizar la entrega regular de mercancía a las compañías”. Sentada en aquella terraza mirando al puerto, me imaginaba los motores poniéndose en marcha al día siguiente, cuando nosotras ya estaríamos volando de vuelta a Madrid. En el puente de mando, el capitán se encargaría de encauzar el barco hacia su destino. La tripulación soltaría cabos en popa una vez más. El cocinero estaría preparando la comida mientras escucha a Kenny Rogers. Y mi ropa en la maleta conservaría aún el rastro del olor al barco. Un rastro que irremediablemente desaparecería pronto.
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